viernes, 20 de mayo de 2016

Ya es Hora

Me sorprendió ver a Clemente esperarme en la puerta, se suponía que no estuviera allí. Hace tiempo no trabajaba para la familia. Desde antes que yo me fuera él ya se había marchado.
—Buenos días señorita. — Me dijo mientras abría la puerta.
La casa seguía tal cual la había dejado aquella mañana de junio, el sol bañaba los tapices de las paredes y resaltaban las flores del estampado. Un sentimiento de nostalgia me abrazo y los ojos se me aguaron, sentí los guantes fríos de Clemente que me daban ánimos para subir las escaleras. Por la casa ya no se escuchaban los ruidos de mis hermanos; ya habían crecido. Me los imaginaba ya hechos hombre y mujeres de bien.
Antes de subir decidí pasar a la cocina para saludar a Ramonita, mi nana y la cocinera de la casa. Los retratos que se colocaban en las paredes ya se habían opacado y no transmitían lo mismo, las caras cada vez se volvían más sólidas y los integrantes de la familia iban mermando. Una foto llamo la atención de mis pequeños ojos y tuve que pedirle al portero, que me seguía, que la bajara por mí. La foto era en sepia, como todas las demás, pero esta me llamaba la atención porque fue para la fecha en que me había ido. En el centro de la foto se encontraba la familia que posaba, mi madre llevaba una sonrisa forzada y unas ojeras que eran difícil dejar pasar por alto, mi padre había perdido peso y sus ojos se habían hundido mucho. Mis hermanas gemelas lucían impecables con unos lazos enormes en su cabeza y sus respectivas muñecas siendo abrazadas. Mi hermano tan esplendido, llevaba el sombrero en el brazo y la sonrisa tan bonita como siempre, era el único me daba confianza. Justo a su lado una chica que yo no llegue a conocer le agarraba el brazo y sonreía llena de vida. El servicio se encontraba en el trasfondo derecho, desde la cocinera hasta el jardinero. Era un equipo extenso de algunas cincuenta personas y yo los conocía a casi todos. La casa se crecía detrás de todas estas personas, lo más impactante de esta foto era el carruaje negro que se marchaba en la parte izquierda de la foto. Yo conocía aquel carruaje muy bien, fue el que me saco de casa. La foto había sido tomada en el mismo instante que me marchaba. Después de eso, todas las fotos eran de la misma calidad sólida. El único sonriente era mi hermano, mis hermanas se tornaron más rudas cada vez y luego vinieron mis otros hermanos que hoy conoceré. Solo conozco al más chico, que lo he visto jugar algunas veces y cuando llegué se encontraba en el patio con su pelota de colores. Clemente rompió el silencio.
—Fue tomada cuando se marchó, Señorita. Puede ver nuestras caras, todo el servicio estaba triste. Pero los señores nos obligaron. —
—Lo sé. Sé muy bien lo que hizo madre, por eso estoy aquí. Vamos con Ramonita.
Clemente colocó la foto a donde pertenecía y partimos a la cocina donde Ramonita se encontraba sirviéndose una copa de vino, como siempre. Al verme llegar dejó de llenar la copa y los pocos dientes que tenía se asomaron entre sus labios. Los ojos los tenía pálidos, pero aun así era mi Ramonita. Me lance a la carrera y le abrace. Ella me atrapo en sus brazos y me alzo haciéndome girar por los aires y mis rizos desafiaron la gravedad. Las carcajadas llenaron la cocina, hasta que sin querer en una vuelta tumbe la copa de la mesa y calló desparramando sangre por el suelo. Todo quedo en silencio.
—¡Ay! — grito Ramonita mientras se detenía y me colocaba en el suelo. — Deja limpiar esto antes que lle…— no pudo culminar la oración.
—Antes que llegue yo. ¿Verdad? — dijo mi padre.
No lo conocía, sus ojos se encontraban muy hundidos y parecía una calavera. Estaba muy delgado y se sostenía del bastón que llevaba siempre. Era de caoba y en la parte de arriba llevaba una cabeza de lobo labrada en tronco de un árbol. Su semblante era tenebroso, pero era mi padre. No me había visto aun, me ocultaba tras las sucias faldas de Ramonita. Decidí salir antes que Ramonita terminara de articular.
—Ssss…—
—Padre, Padre. ¡OH! Padre Cuanto le he extrañado. — Me le aferré a sus delgadas piernas aquellas en las cuales solía abrazarme tiempo atrás. Sentí sus huesudos dedos entre mis rizos y unos fríos labios que rozaron mi cuero cabelludo. Sus manos se aferraron como raíces bajo mis hombros y me alzaron a la altura de su cara. Ya había dejado de tener un semblante duro. Ahora su blanca y perfecta dentadura me sonreían y sus ojos se habían encendido.
—Pequeña, mi dulce pequeña. Cuanto haz tardado en venir, ya te esperaba. Mis días han sido tan eternos sin ti, pequeña Cecilia.
Al escuchar mi nombre, las lágrimas rodaron por mis opacas mejillas y se posaron en mis labiecitos. Hacía mucho no escuchaba mi verdadero nombre.
—No llores pequeña, ya estás en casa. No te iras de aquí. — me dijo padre mientras limpiaba mis lágrimas y me hacía cosquillas. Me colocó en el suelo y me dijo —¿Estás aquí por tu madre, cierto? — Yo afirme y él, mientras señalaba la segunda planta de la casa me dijo. — No pasa de hoy. —
Ramonita ya había limpiado el suelo y Clemente se había ensuciado los guantes, al quitárselos me percate que le faltaban algunos dedos. Él me observo y sonrío confiado. Ya él sabía que conocía su secreto. Seguimos en caravana a mi padre y al pasar por la sala de las reuniones se nos unió Rafael, mi hermano mayor, no dijo palabra alguna. Sus ojos reflejaron alegría, pero no podía hablar, tenía los labios resecos y su belleza aun la tenía en la cara. Me apretó el hombro y seguimos al cuarto de madre, mi hermano más pequeño intentaba subir las escaleras sin soltar su pelota, pero padre lo tomo en sus brazos y siguió subiendo las escaleras. Llegamos al pasillo y los cuartos se abrían de par en par, en el segundo piso había ocho cuartos sin contar las salas de estar y los baños. El de mis padres quedaba al fondo.
El cuarto tenía ventilación, pero aún así un olor a vivo se pegaba en las paredes. Mi madre luchaba por su vida y yo no la culpaba, aún era hermosa. Le quedaba vida en sus ojos. Mis hermanas, las únicas que allí se encontraban, le lloraban. De toda mi familia eran las más que habían cambiado, no parecían vivir en mi tiempo, llevaban vestidos un tanto diferente a mis galas. Ya no llevaban lazos y mucho menos abrazaban muñecas. Las cortinas flotaban con el aire primaveral que entraba a jugar. Padre soltó a mi hermanito y este fue a jugar en una esquina. Madre intento hablar y mis hermanas la calmaron, sus ojos tuvieron más vida que nunca.
—Hola madre, tanto tiempo sin verle. — le dije mientras me acercaba a la cama.
—Mi Cecilia, tanto tiempo. — alzo la mano y acaricio mi mejilla. Mis hermanas se miraban, pero no hablaban. Sus ojos se habían llenado de lágrimas. Clementina se paró de la cama y fue a la ventana, se abrazaba los hombros e intentaba no llorar. Celeste se levantó y salió de la habitación a buscar algo. La caravana se había aglomerado en el cuarto y todos los ojos estaban puestos en la cama de mi madre.
—Sabe que no me echo de menos. — le dije en un tono reseco.
—Todos los días te extrañe mi niña, no quería dejarte ir.
—Yo lo sé, pero aún así no dudo en entregarme y mírela ahora.
—Lo siento mucho. De verdad no quise, pero era eso o nunca me dejaría en paz. — mi madre comenzó a llorar y mi hermana salió despavorida de la habitación, empujando a todo el mundo que se le pusiera en su camino.
—¿La dejo tranquila? — le cuestione
—No, todo fue un engaño. Hasta el día de hoy me sigue atormentando. — viro la cara y comenzó a toser.
—No estoy aquí para escucharle lamentos, ya sabe porque he venido. — Le confesé mientras toda la comitiva iba acercándose a la cama. — Sabe muy bien lo que nos hizo a cada uno de nosotros y ya es hora de que cumpla su sentencia. El día que me envío lejos, no supo muy bien hacerlo y heme aquí. Estoy de regreso, junto a todas sus víctimas. ¿De qué le sirvió hacer todo lo que hizo?
—¡Mi niña no! Lo siento, lo siento desde el día que…— Las palabras se le atravesaron en la garganta. La habitación se volvió fría, el viento dejo de soplar y el día se volvió gris. — Ya es tarde madre. — le dije.
Ya madre sabía lo que se aproximaba. La sombra llegó y antes de que se acercará a la cama comenzó a gritarnos. — ¡Lo hice, lo hice y no me arrepiento! ¡Espero que cada uno de ustedes se pudra en el infierno!  — mientras miraba a todas sus víctimas.
—Ya es tarde madre, lo hicimos por todos estos años. Ahora es su turno.

La sombra se le abalanzó y mi madre grito espantosamente. La habitación se consumió en silencio, miraba a toda mi familia y a los del servicio. Cada uno comenzó a salir de la habitación ahora éramos libres, tantos años amarrados y al fin llegaba la libertad que mi madre nos había quitado.